lunes, 27 de septiembre de 2010

Tintoreros



Tengo miedo a las personas que usan gorros carmesí. Ayer, en el supermercado había una chica con uno de ellos y una bufanda. No parecía peligrosa, pero por seguridad salí de prisa, antes que la lluvia le destiñera el gorro y empezara a rodar sangre por sus hombros.

Dirás que estoy loco, que tanto encierro me tiene trastornado, que me imagino cosas; ¡claro que me imagino cosas y también las veo!

Este miedo por los gorros nació desde el día en que por un azar del destino tuve que pasar por el inquilinato que estaban desalojando, ese del barrio El Palomar, donde ocurrió la tragedia tan mentada en los periódicos, con esas fotos escandalosas, pobre familia, cuánta sangre corrió por las escaleras; ese día el gentío se aglomeraba en la puerta de la casa, yo pasaba por allí porque tenía que conseguir algunas hierbas que venden por esa misma calle, la policía, los curiosos, los fotógrafos parecían un enjambre de termitas, yo no sabía qué ocurría, se oían gritos de terror, otros de asombro o de asco, gente que salía despavorida con los zapatos llenos de sangre. Siempre le he huido a estas situaciones de violencia, pero como mi imaginación es tan desenfrenada, preferí ver la verdad antes que imaginarla, si no, me hubiera vuelto loco. Esperé a que la muchedumbre se fuera dispersando, me acerqué a la puerta del inquilinato, es una de esas casas republicanas de dos pisos, con escalera de madera y zaguanes y un gran patio en el centro. El piso de baldosín amarillo y verde estaba chorreando sangre, un olor dulzón corría por el aire, sentí náuseas, un cerco de cinta aislaba las escaleras y el segundo piso, parece que ya se habían llevado los cuerpos, la sangre era de un rojo vivo, fue lo que más me extrañó. Un perro lamía, me miró como preguntándome quién era yo, mis ojos se perdían en ese légamo pegado a las escaleras; el perro se espantó de repente y salió corriendo escondiéndose en una de las piezas, aullaba como un chacal, de pronto volteo a mirar y por el pasamanos baja un séquito de ancianos de cabello gris, frente ceñuda, como de veinte centímetros de estatura, se deslizan para caer entre los charcos de sangre, allí se quitan unos gorros que llevan y los sumergen entre el líquido viscoso para teñirlos, mis cabellos están erizados, mis manos sudan, una mirada diabólica veo en sus ojos, tienen en sus manos especies de cayados en los cuales se sostienen, los gorros escurren sangre, toda la gente se ha ido; son seres malignos que habitan los lugares por donde la sangre corre, muchas veces ellos provocan la muerte de las personas cuando sus gorros se han desteñido, eso lo sé porque después lo leí en un libro de Michael Hall, pero yo los vi, te juro que yo los vi en esa casa de El Palomar, no me mires así, son seres malignos que habitan en casas viejas, cavernas y campanarios.

No quiero pasar por esa calle, esos pequeños monstruos deben estar acechando víctimas para teñir sus gorros.

Nana Rodríguez. Cuento del libro  La cometa infinita

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